—Sí, a tomar mate, Remo.
Erdosain salió del cuarto.
Silenciosamente, Erdosain sentóse en un escabel de la cocina. Los muros estaban allí impregnados de mugre, las cacerolas escurrían el agua del fregado en el oscuro revoque, y doña Ignacia, con su negro cabello anillado, las despedazadas pantuflas, y la cinta de terciopelo negro ceñida al musculoso cuello, sonreía con la posible amabilidad de sus muecas, sin desunir los labios.
“Fórmula Mayer… Fórmula Haber… (Q-E) por T igual a I. Cierto que el experimento de laboratorio difiere del que se ejecuta al aire libre… pero qué diablos, pongamos el fosgeno; 450 miligramos por metro cúbico. Difosgeno, 500 miligramos por metro cúbico. Sulfuro de etilo biclorado, 1500; suma y sigue. Como el hombre respira en un minuto cerca de ocho litros de aire… la fórmula de intoxicación sería… sería… 450 por 8, dividido por
Erdosain se queda como un bobo contemplando e espacio, mientras sus labios se mueven en el cálculo de división.
“Exacto. Con cerca de 4 miligramos por unidad de peso… se produce la intoxicación mortal. ¡Qué hijos de puta esos sabios! Lo han dejado chiquito al diablo. Y me jugaría la cabeza que estos químicos, después de dejar sus probetas y máscaras, regresarán a sus casas y abrazarán a sus hijos. A la hora de acostarse, mientras la mujer, desvistiéndose, mostraba el trasero en el espejo, le dirán: «Tenés que ver cómo progresa la arquitectura atómica de ese gas». ¡Qué hijos de puta! Nada más que cuatro miligramos por metro cúbico. Y el hombre se desmorona como una mosca. Si esto no es economía satánica, que lo diga Dios. Ideal. Mayor toxicidad a menor cantidad. «Descúbrame usted, caballero, un veneno que pueda intoxicar cien mil metros cúbicos de aire con un miligramo de gas, y le levantaremos una estatua», le dicen a sus químicos los jefes de Estados Mayores. Y el hombre, que por la noche le acarició dulcemente las nalgas a su mujer, se enquista al amanecer en el laboratorio a buscar la nueva construcción atómica que extermine el máximum de hombres, con el mínimum de gasto. ¡Qué canallas!”.
Los símbolos revolotean en la imaginación de Erdosain, mientras doña Ignacia le pasa un trapo al mate, emporcado con residuos anteriores.
“CH3. CO. CH2. Derivados de la cloroacetona. Derivados de la serie aromática. Hijos de… La serie aromática. Cloruro de Benzilo, Bromuro de Benzilo, Bromocianuro de Benzilo, Arsinas aromáticas…”
Doña Ignacia, que lo observa preocupado, le pregunta:
—¿Qué le pasa, Erdosain? Hoy habla solo.
—¿Eh? Ah… sí; tiene razón, estoy preocupado.
—¿Qué tenés, querido?
—Estoy estudiando los gases de guerra, ¿sabés? Gases de guerra. No hay nada más terrible que los gases de guerra, ¿sabe, señora?, que los gases de guerra. Permiso, querida.
Erdosain camina de un punto a otro de la cocina hedionda. En el muro se refleja su perfil cabelludo. Doña Ignacia y
―Son terribles. Parece que los hubiera inventado el diablo. Sí, señora, el diablo; pero un diablo que se hubiera especializado en odiarla a esta pobre humanidad. Fíjense: hay gases lacrimógenos que corroen la conjuntiva, queman la pupila, horadan la córnea, provocando úlceras incurables. Y sin embargo, tienen la preciosa fragancia del geranio. Otros, en cambio, esparcen el perfume del clavel, de la madera o del pasto.
—¡Qué horror!
Remo va y viene impasible entre las cacerolas de fondo negruzco y oxidado. Aparentemente, habla para doña Ignacia y
—Están los lacrimógenos simples, los lacrimógenos tóxicos; después viene la serie de los vesicatorios o cáusticos, aquellos que estrían y requeman el epitelio, levantan ampollas, desprenden en lonjas la epidermis. Después los sofocantes y nauseabundos, irritantes, estornutatorios, asfixiantes y tóxicos, de todos los colores, verdes, ladrillo, azulados, amarillos, lilas, blancuzcos como la leche, verdulencos como secreciones de animales marinos. Algunos atraviesan las máscaras más compactas, atacan simultáneamente los ojos, las vías respiratorias, la piel, la sangre. Los atacados vomitan trozos de pulmón, enceguecen, se cubren de úlceras como leprosos, pierden a pedazos los órganos genitales…
―Callate, por amor de Dios, querido…
—Sí, pierden a pedazos los órganos genitales. Esos son los efectos del gas mostaza… —y continúa soliloquiando impasible, con los ojos dilatados, fijos en el espacio. “Fórmula Mayer… fórmula Haber, líquidos, gaseosos, fugaces, semifugaces, permanentes, semipermanentes, penetrantes… fórmula Haber, fórmula Mayer…”.
El Demonio de
—Dígame, señora, si no dan ganas de hacer saltar el planeta. ¿Sabe lo que escribió un químico? Parece mentira. Sólo Satán podía escribir algo semejante. Oiga bien, señora. Escribió ese señor, que es un sabio: “Desde el punto de vista químico y fisiológico, el mecanismo de la acción del cloro es digno del mayor elogio, pues le substrae a los tejidos de las substancias orgánicas el hidrógeno, generando compuestos nocivos”. ¿Se da cuenta, señora? Dígame si ese hombre no merecía que lo ahorcaran… Pues no, está al servicio de
De pronto Erdosain mira en redor y se siente aplastado por lo ridículo de la comedia humana. Está disertando de gases con una menestrala y su hija. Siente deseos de lanzar una carcajada, y acercándose bruscamente a
—Tenés que lavarte los dientes.
"Los Lanzallamas", R. Arlt