jueves, 24 de enero de 2008

El gas...

—Sí, a tomar mate, Remo.

Erdosain salió del cuarto. La Bizca estaba, como de costumbre, en alpargatas, obscena la sonrisa tras el cristal de sus gruesos len­tes. En cuanto veía a Erdosain ampliaba el escote, y temblantes los senos iba a restregarse en él, entre­abiertos los labios, lagañosos los ojos.

Silenciosamente, Erdosain sentóse en un escabel de la cocina. Los muros estaban allí impregnados de mu­gre, las cacerolas escurrían el agua del fregado en el oscuro revoque, y doña Ignacia, con su negro cabello anillado, las despedazadas pantuflas, y la cinta de terciopelo negro ceñida al musculoso cuello, sonreía con la posible amabilidad de sus muecas, sin desunir los labios.

La Bizca mimoseaba a Erdosain. Éste sonrió incoherentemente, y mientras, doña Ignacia renovaba la yerba en el mate, arrojando los posos a un tacho de basura. Remo continuó ausente de todo el soliloquio mental.

“Fórmula Mayer… Fórmula Haber… (Q-E) por T igual a I. Cierto que el experimento de laboratorio difiere del que se ejecuta al aire libre… pero qué diablos, pongamos el fosgeno; 450 miligramos por metro cúbico. Difosgeno, 500 miligramos por metro cú­bico. Sulfuro de etilo biclorado, 1500; suma y sigue. Como el hombre respira en un minuto cerca de ocho litros de aire… la fórmula de intoxicación sería… sería… 450 por 8, dividido por 1000”.

Erdosain se queda como un bobo contemplando e espacio, mientras sus labios se mueven en el cálculo de división.

“Exacto. Con cerca de 4 miligramos por unidad de peso… se produce la intoxicación mortal. ¡Qué hijos de puta esos sabios! Lo han dejado chiquito al diablo. Y me jugaría la cabeza que estos químicos, después de dejar sus probetas y máscaras, regresarán a sus casas y abrazarán a sus hijos. A la hora de acostarse, mientras la mujer, desvistiéndose, mostraba el trasero en el espejo, le dirán: «Tenés que ver cómo progresa la arquitectura atómica de ese gas». ¡Qué hijos de puta! Nada más que cuatro miligramos por metro cú­bico. Y el hombre se desmorona como una mosca. Si esto no es economía satánica, que lo diga Dios. Ideal. Mayor toxicidad a menor cantidad. «Descúbrame us­ted, caballero, un veneno que pueda intoxicar cien mil metros cúbicos de aire con un miligramo de gas, y le levantaremos una estatua», le dicen a sus químicos los jefes de Estados Mayores. Y el hombre, que por la noche le acarició dulcemente las nalgas a su mujer, se enquista al amanecer en el laboratorio a buscar la nueva construcción atómica que extermine el máximum de hombres, con el mínimum de gasto. ¡Qué canallas!”.

Los símbolos revolotean en la imaginación de Erdosain, mientras doña Ignacia le pasa un trapo al mate, emporcado con residuos anteriores.

“CH3. CO. CH2. Derivados de la cloroacetona. Deri­vados de la serie aromática. Hijos de… La serie aro­mática. Cloruro de Benzilo, Bromuro de Benzilo, Bromocianuro de Benzilo, Arsinas aromáticas…”

Doña Ignacia, que lo observa preocupado, le pregunta:

—¿Qué le pasa, Erdosain? Hoy habla solo.

—¿Eh? Ah… sí; tiene razón, estoy preocupado.

—¿Qué tenés, querido?

—Estoy estudiando los gases de guerra, ¿sabés? Gases de guerra. No hay nada más terrible que los gases de guerra, ¿sabe, señora?, que los gases de guerra. Permiso, querida.

Erdosain camina de un punto a otro de la cocina hedionda. En el muro se refleja su perfil cabelludo. Doña Ignacia y la Bizca lo escuchan asombradas.

―Son terribles. Parece que los hubiera inventado el diablo. Sí, señora, el diablo; pero un diablo que se hubiera especializado en odiarla a esta pobre huma­nidad. Fíjense: hay gases lacrimógenos que corroen la conjuntiva, queman la pupila, horadan la córnea, pro­vocando úlceras incurables. Y sin embargo, tienen la preciosa fragancia del geranio. Otros, en cambio, es­parcen el perfume del clavel, de la madera o del pasto.

—¡Qué horror!

Remo va y viene impasible entre las cacerolas de fondo negruzco y oxidado. Aparentemente, habla pa­ra doña Ignacia y la Bizca; en realidad, habla para sí mismo, dando salida al conocimiento horrible que acumuló día tras día para ponerlo al servicio del As­trólogo:

—Están los lacrimógenos simples, los lacrimógenos tóxicos; después viene la serie de los vesicatorios o cáusticos, aquellos que estrían y requeman el epitelio, levantan ampollas, desprenden en lonjas la epidermis. Después los sofocantes y nauseabundos, irritantes, es­tornutatorios, asfixiantes y tóxicos, de todos los colores, verdes, ladrillo, azulados, amarillos, lilas, blancuzcos como la leche, verdulencos como secreciones de ani­males marinos. Algunos atraviesan las máscaras más compactas, atacan simultáneamente los ojos, las vías respiratorias, la piel, la sangre. Los atacados vomitan trozos de pulmón, enceguecen, se cubren de úlceras como leprosos, pierden a pedazos los órganos genita­les…

―Callate, por amor de Dios, querido…

—Sí, pierden a pedazos los órganos genitales. Esos son los efectos del gas mostaza… —y continúa soliloquiando impasible, con los ojos dilatados, fijos en el espacio. “Fórmula Mayer… fórmula Haber, líquidos, gaseosos, fugaces, semifugaces, permanentes, semipermanentes, penetrantes… fórmula Haber, fór­mula Mayer…”.

El Demonio de la Química ha salido del infierno, anda suelto entre los hombres, les susu­rra tentador su secreto a los oídos, y ellos gozosos, a la noche, mientras que la mujer desvistiéndose, mues­tra el trasero en el espejo del ropero, dicen: “Estamos contentos; hay que ver cómo progresa la arquitectura atómica de ese gas”.

—Dígame, señora, si no dan ganas de hacer saltar el planeta. ¿Sabe lo que escribió un químico? Parece mentira. Sólo Satán podía escribir algo semejante. Oiga bien, señora. Escribió ese señor, que es un sabio: “Desde el punto de vista químico y fisiológico, el me­canismo de la acción del cloro es digno del mayor elogio, pues le substrae a los tejidos de las substan­cias orgánicas el hidrógeno, generando compuestos nocivos”. ¿Se da cuenta, señora? Dígame si ese hom­bre no merecía que lo ahorcaran… Pues no, está al servicio de la Bayer

De pronto Erdosain mira en redor y se siente aplastado por lo ridículo de la comedia humana. Es­tá disertando de gases con una menestrala y su hija. Siente deseos de lanzar una carcajada, y acer­cándose bruscamente a la Bizca le toma el labio inferior entre los dedos, lo entreabre, como haría con el belfo de una yegua, y examinándole la boca rezonga malhumorado:

—Tenés que lavarte los dientes.



"Los Lanzallamas", R. Arlt