-Usted está equivocado, camarada. Nunca podrá juntar esa fuerza bajo ningún ideal común, no puede ser organizado lo que usted me dice. Piense además en los que tienen hambre, nadie puede pensar con hambre, y los que no piensan…
-No me malinterprete. Ahí es donde radica la diferencia, no soy Lenin, yo no trabajo para el pueblo. Tampoco cometo sus errores.Mi revolución no requiere pensar, pensar es para los cultos, nada más diferente que la realidad social en la que vivimos.
-¡Es usted un sádico!
-Realista, preferiría ser llamado. Mi revolución se alimenta de odio. El odio que todo lo mueve, ése es el factor decisivo de este siglo.
-¿Qué me dice entonces del miedo? ¿No cree que la gente está muy anestesiada por propagandas de terror como para aventurarse en una revolución?
-El miedo es una fuerza vieja, Julio. Hágase el favor de releer las palabras de Foucault. La conclusión es inevitable: el miedo murió. Piense en las películas si sospecha que me equivoco. ¿Cuánta gente calcula usted que vio un cadáver alguna vez en su vida? Hoy ya perdimos el asco. El miedo fue reemplazado por la costumbre, la costumbre del miedo es un fantasma que nada le pesa a la ígnea marca del odio. Con el tiempo nos fuimos animando a decir Hitler, a decir Videla, a decir Nüremberg, pero el odio al Holocausto perdura, todavía queremos la sangre de los milicos, de Martinez de Hoz y de Sobremonte ¿Se da cuenta? El odio siempre dura más, nada lava al odio sino el perdón, y nuestra sociedad no tiene ni un poquito de eso.
-Pero sin ningún punto en común sigo sin entender cómo piensa unir esa masa.
-Entenderá, don Julio. Es cosa de ver, no de creer. El odio es el punto en común, la voluntad de lucha. Que cada uno luche por lo quiera, lo importante es que luchen.
-Pero ningún estado puede ser fundado sobre la base que usted pretende usar para derrocarlo.
-Precisamente. Muy observador, por eso fue que ni Castro ni Trotsky basaron su revolución en algo tan macabro. Pero yo no quiero formar un estado, como le dije: no me malinterprete.
Ethros