(..)E irremediablemente se levantó, y siguió caminando, decía que iba a
Y fue a su casa.
Extenuado por el aleteo femenino en su cabeza y el olor a órganos genitales poco higiénicos sumado al ya olor a azufre que caracterizaba a los que padecían la enfermedad, se desplomó sobre su catre. Era una habitación chica, en una casa aún mas chica, un PH como insistían en llamar los Señores Inmobiliarios, maestros en dominar el lenguaje a favor de sus bolsillos tintineantes.
Las arrugas de su frente se relajaron llegando a un estado casi extático en el que podía sentir todos sus músculos amoldándose a las innobles formas del colchón barato. Despacio, despacio, su cuerpo se hundía en una oscuridad penetrante, calida a pesar del frío que rodeaba a su cuerpo, la humedad, los gritos en guaraní de la pensión, o algún otro idioma de negro espíritu. No cae en el vacío que se abre, se mantiene en el borde del precipicio, lo suficiente como para ver el fondo del pozo que descansa a sus pies, y lo tienta. Escupe dentro, espera a escuchar el ruido al final…no lo oye y pronto se olvida de ello. Se sienta ahí, espera, espera a volver a tomar conciencia de su cuerpo, volver a estar en el colchón apestado de pulgas de su habitación. Facilmente se torna aburrido tanta oscuridad, esa ceguera que sabe momentánea es insoportable y la situación se vuelve abstracta al punto del hartazgo. Se esfuerza por despertar…
Y una pulga lo mordió. Tres puntos, a una distancia de espectacular simetría entre cada una de ellos. Se rasca donde y acomoda su cuerpo en posición fetal. Muy poco duró su comodidad, recordó estar vestido, con los botines y las medias húmedas. (...)
Eugenio Gálvez